Una de las revoluciones menos citadas pero más decisivas de la civilización occidental es cuando los sueños, lejos de ser turbadores escenarios del porvenir, se convierten en caóticos indicadores del pasado. La psicología moderna nos ha acostumbrado a despertar de nuestros viajes nocturnos para rastrear ansiosamente las huellas de un ayer oscuro y así, en cierto modo, vivimos nuestros sueños a la caza de aquel que explique el rumbo de nuestra existencia. Pero durante milenios los sueños eran los profetas de la conciencia que anunciaban enigmáticamente los destinos futuros. Quizá deberíamos concederles, de nuevo, este poder de modo que, dormidos, no nos adentráramos sólo en los subsuelos de la memoria sino también en las incertidumbres de nuestra tierra prometida. (El puente de fuego. pg. 78)
jueves, 10 de julio de 2008
La zarza ardiente
La zarza sigue ardiendo en lo alto del monte, pero no se oye ninguna voz que haga proclamas solemnes, ni se ve a ningún profeta esperando unas tablas de la ley, ni abajo hay sacrílegos adorando a un becerro de oro. La zarza arde, ajena a estas ausencias, en un tranquilo fluir: fuego, brasa, ceniza, viento y, otra vez, fuego, sin otra misión que la de dar un poco de calor a los que de tanto en tanto se acuerdan de ella y se preguntan por su significado. (El cazador de instantes, p. 43)
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La posesión
El error más decisivo de cuantos cometemos es creer que se puede poseer. Objetos, animales, amigos, amantes. Todo lo queremos, e incluso quisiéramos poseer la vida misma. Pero cualquiera de esas ilusiones es vana. Se puede contemplar, rogar, acariciar lo que deseamos; no poseerlo. Se puede hablar, cantar o bailar en el círculo del mundo. Sin embargo, nunca nos apropiaremos de él. ¿Adónde lo llevaríamos? (El puente de fuego, p. 111)
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